Historia de León

6.9.05

4.3.- Urraca y Alfonso VII: el Imperium leonés

La muerte de Alfonso VI dejó a León al borde de una crisis profunda marcada no sólo por la sucesión femenina del monarca, pues aunque es la primera ocasión en la etapa medieval hispana en que una dama hereda un cetro y ejerce la potestas regia, nadie en los estados cristianos del norte discute su legítima condición de heredera. En efecto, los últimos años de Alfonso VI, condicionados por este problema, también lo están por la herida abierta en la frontera con la invasión norteafricana que obligó al rey a reorganizar sus fuerzas y plantear una nueva política peninsular. Sin embargo, pese a que algunos cronistas coetáneos, especialmente el autor de la Historia Compostelana y los escribas aragoneses se ensañen en el carácter frívolo y voluble de la nueva señora de León, lo cierto es que, en buena medida, la soberana recibe una situación creada durante la etapa precedente y su condición de mujer, dentro de una sociedad como la leonesa del s. XII profundamente masculina, contribuye a agudizar la crisis potenciada por las luchas entre las distintas facciones nobiliarias, las pretensiones separatistas de una ambiciosa infanta, su hermanastra Teresa de Portugal –vid. esquema genealógico-, la absorvente y ávida de poder figura de Alfonso el Batallador, segundo esposo de la reina, y los brotes de rebelión burguesa que estallan en Sahagún y Compostela, son todos ellos factores que sentencian un difícil momento histórico realmente de transición entre dos monarcas de la talla de Alfonso VI y su nieto Alfonso VII.

El reinado de Doña Urraca

Nació la infanta en 1080, hija de la segunda esposa de su padre, Constanza de Borgoña, dama que contribuyó a ceñir los lazos ya existentes entre León y Francia.

La muerte sucesiva de varios vástagos del monarca leonés, que ni siquiera llegan a la adolescencia, la convierten a menudo en potencial heredera del soberano, circunstancia que marcará los años previos a su entronización.

En 1087 desposó, siendo una niña, con el conde Raimundo de Borgoña, recibiendo el nuevo matrimonio el condado de Galicia, donde se instalarán los nuevos cónyuges creando una corte paralela a la imperial aunque, por supuesto, a menor escala, y en la que destacan los nombres de Pedro Froilaz de Traba, que será designado ayo de Alfonso Raimúndez, hijo de ambos esposos nacido en 1105, o Suero Vermúdez, magnate cuyos intereses patrimoniales, a caballo entre Asturias y Galicia y su lealtad a la infanta le convierten en un personaje de primer orden cuando ésta acceda al trono.

La muerte de Raimundo de Borgoña, que dejaba dos hijos, Sancha y Alfonso, y la del infante heredero Sancho (Uclés, 1108), forzaron al emperador a buscar un marido adecuado a la princesa, un hombre de su misma dinastía, capaz de conseguir el respeto de los caballeros cristianos y de los enemigos musulmanes, unas manos firmes en las que poder dejar sus estados. El elegido fue Alfonso I de Aragón, a despecho de varios magnates castellanos como Gómez González o Pedro González de Lara, que pretendían ocupar a un tiempo el tálamo real y el trono.

El compromiso ideado por el propio Alfonso VI antes de morir aparece condicionado por tres cláusulas:
1.- Alfonso I entregará en dote a su esposa diversas plazas fuertes y castillos en dominios, es decir, en Navarra y Aragón.
2.- Uno y otro compartirán la soberanía con su cónyuge en sus propios estados: el Batallador será reconocido como rey en León y Castilla y Urraca, a su vez, en Aragón y Navarra.
3.- Finalmente, en previsión de una posible descendencia del matrimonio, los hijos habidos con Raimundo de Borgoña quedaban relegados a un papel secundario en Galicia en detrimento de sus derechos a la sucesión de León y Castilla según los Dres. César Alvarez y Gregoria Cavero (1996).

Probablemente el emperador acarició el sueño de ver reunidos en las manos de un varón de su estirpe todos los reinos cristianos peninsulares.

Previa a su matrimonio, la coronación de la nueva soberana reunió en León a los principales magnates del momento desde los castellanos Gómez González o Alvar Fáñez, dux de Toledo, hasta el gallego Pedro Froilaz pasando por el asturiano Suero Vermúdez o los leoneses Froila Díaz y Pedro Ansúrez, ayo de Doña Urraca. Junto a ellos, y como si con su actitud quisieran marcar su postura leal a la monarca, los obispos de León, Astorga, Oviedo, Palencia, Toledo, Salamanca, Tuy, Osma, Mondoñedo e, incluso, Compostela. Personaje este último que, en palabras de Manuel Recuero (1993), pronto se distinguirá por mantener su propia hábil línea política a caballo entre Urraca, el Batallador y Alfonso Raimúndez buscando, ante todo y sobre todo, satisfacer su ambición.

En los meses que siguieron a la entronización y hasta los esponsales con el aragonés en otoño, la reina confirma los fueros y los privilegios otorgados por sus predecesores, especialmente a la sede legionense, manifestaciones legislativas que responden a un deseo de continuidad con respecto a su predecesor en el solio según Manuel Recuero (1993).

Los malos augurios que, al decir de las crónicas sahaguninas, acompañaron al desposorio se materializaron en forma de rebelión cuando algunos de los más representativos magnates gallegos, entre ellos el propio Gelmírez, prelado de Compostela, se agrupan en torno a Pedro Froilaz de Traba que justifica su alzamiento en defensa de los intereses de su pupilo Alfonso Raimúndez a quien las malditas y excomulgadas bodas relegaban a un papel menor en la política. Alfonso I atacó a los rebeldes en defensa de los intereses de su esposa, asolando a su paso por Galicia diversos territorios vinculados a la Casa de Traba, represeión ferrea de un desafio a la autoridad real que, por su violencia, aumenta las diferencias que ya por entonces separaban a ambos cónyuges pues Urraca, al fin reina propietaria de la comarca atacada, no podía desoir las quejas amargas de los gallegos frente a un marido del que una resolución de la Santa Sede le obligaba a separarse tal y como recogen de forma detallada César Alvarez y Gregoria Cavero (1996).

Talante cruel y despiadado el del monarca aragonés, en palabras de José María Lacarra (1978). que provocó tantas rupturas matrimoniales con Urraca como reconciliaciones momentáneas con la reina. Finalmente clero, nobleza y burguesía deciden adoptar sus propias posiciones: la mayoría de los hombres de Iglesia al lado de la soberana de León o su hijo –tal es el caso frecuente de Gelmírez de Compostela-, la nobleza, escindida en dos mitades, en función de sus intereses, se inclina por ambos esposos de tal manera que en el territorio castellano se reconoce, ante todo, la autoridad del Batallador y no de Urraca, mientras que la élite laica asturleonesa y algunos linajes castellanos como los Lara apuntalan el trono de la reina; por su parte el pequeño Alfonso Raimúndez contaba con gran número de partidarios entre los magnates gallegos y, entre tanto, los condes de Portugal, la infanta Teresa y su esposo Enrique de Borgoña, juegan con maestría una partida que terminará su hijo Alfonso Henriques cuando sea reconocido como monarca independiente de Portugal. Por lo que respecta a los burgueses, en Compostela y Sahagún protagonizarán varios de los episodios más tristes de esta etapa.

En la villa cegense protegida, mimada por los reyes de León, a la que otorgara fueros Alfonso VI, última morada de los padres de Doña Urraca, estalla un foco de rebeldía que es reflejo fiel de las tendencias existentes entre el cada vez más poderoso núcleo franco que buscará la alianza y apoyo de Alfonso de Aragón, y los monjes y abad de Sahagún a los que se unen los que las crónicas anónimas que recogen estos hechos denominan los hombres buenos, es decir, los no francos, que forman parte decidida de los fieles de la reina. Entre 1112-1116, especialmente 1115-1116, se suceden los momentos de violencia en la villa. Saqueos, robos, torturas, asesinatos crueles, ataques al monasterio, expulsión del abad, desmanes propiciados por la actitud beligerante del Batallador dispuesto a mantener su autoridad indiscutible desde Aragón hasta Sahagún.

Será necesaria la intervención papal para que la villa retorne a la calma y vuelva a control del monasterio y a la obediencia de la soberana leonesa. Durante una curia celebrada allí (1116) Urraca confirma sus privilegios. Un año después, en el concilio de Burgos, aún se recuerdan estos episodio turbulentos como expone Bernard F. Reilly (1982).

Por su parte, y por las mismas fechas, tratando de deshacer el sistema de alianzas de Galicia, la reina enfrenta a los Traba con Gelmírez y a los ciudadanos de Compostela con su señor al conceder al concejo ciertos privilegios en detrimento del poder del obispo. Separados los lazos que unían a estas poderosas fuerzas: nobleza-alto clero-burguesía de Galicia y conseguida de esta forma una entente cordial con su hijo Alfonso Raimúndez, que no se romperá hasta su muerte, la soberana puede afrontar con mayor capacidad de reacción los asuntos concernientes a la parte castellana de sus estados donde actúa con total impunidad su marido Alfonso de Aragón. Sin embargo la presión de Teresa, titular del condado portucalense, fuerza a Urraca a reencontrarse con Gelmírez, ahora su aliado circunstancial, en quien recaen los odios del concejo de Compostela que desea, al igual los burgueses de Sahagún respecto al abad, su alejamiento del gobierno de la villa. Los ciudadanos y el bajo clero de Compostela obligan a la reina, cuya autoridad en principio nadie discute, a optar por uno de los dos bandos en lucha. La soberana se inclina a favor de Gelmírez cuya defensa le lleva a sufrir una de las mayores vejaciones jamás soportadas por un monarca leonés pues, así aparece en la Historia Compostelana (1994):
“cuando la turba la vió salir, se abalanzarón sobre ella, la raptaron, la cogieron y la echaron en tierra en un lodazal, como lobos y desgarraron sus vestidos...también muchos quisieron lapidarla y entre ellos una vieja compostelana la hirió gravemente con una piedra en la mejilla...finalmente la reina, con los cabellos desgreñados, el cuerpo desnudo y cubierta de fango, escapa y llega a la misma iglesia en la que se escondía el obispo pero sin saber nada de él” .

Tamaña afrenta no quedó sin venganza y, no mucho tiempo después, los principales cabecillas de la revuelta son expulsados de la ciudad y ésta vuelve a manos de Diego Gelmírez cuyo poder se fortalece en la misma medida en la que la figura de la soberana fue humillada.

A partir de 1117, superados estos dramáticos momentos, firmada una tregua con Alfonso I, centrado por entonces en la expansión territorial por el Ebro de sus propios estados, Urraca puede reemprender sus actividades como monarca acompañada de su hijo Alfonso Raimúndez, su más firme colaborador en las empresas reales, y por el conde Pedro González de Lara, de cuya relación nacerán dos vástagos: Elvira y Fernando Furtado -personajes de los que nos hemos ocupado en un estudio anterior sobre la nobleza leonesa (1998)-, además de por un grupo de magnates de la órbita asturleonesa entre los que se cuentan Suero Vermúdez, Pedro Froilaz, Ramiro Froilaz y los principales obispos del reino.

A partir de 1120 asistimos a una pérdida progresiva de su poder y un avance paralelo del prestigio e influencia de Alfonso Raimúndez entre cuyos más firmes aliados, además de los Traba, se encuentran Diego Gelmírez y el propio Papa Calixto II, tío del infante. La colaboración estrecha entre madre e hijo se manifiesta en una neutralización, tal vez pactada, de algunos de sus valedores gallegos –los Traba- a quienes la monarca confisca parte de su patrimonio y encarcela, y un incremento del protagonismo de Alfonso Raimúndez en los territorios leoneses y castellanos según Bernard F. Reilly (1982).

Esta cooperación en las tareas de gobierno, que busca ante todo facilitar el relevo en el trono, permiten a Urraca disfrutar de la paz necesaria para ocuparse de potros asuntos internos y externos. Con su hermanastra Teresa establece la frontera del condado portucalense en valle del Miño (1122), lo que facilita la estabilidad de la zona, por el oeste, aunque Alfonso de Aragón continúe arogándose la potestad imperial de forma ilegítima, la conquista leonesa de Sigüenza (1124) refuerza la frontera oriental del reino mientras la rivalidad de las dos grandes sedes del momento, la primada de Toledo y la poderosa Compostela, se evidencia en varios concilios como el celebrado en Valladolid en 1124 con ocasión de la llegada del cardenal Deusdedit.

Poco después, el 8 de marzo de 1126, fallece la reina en el castillo de Saldaña, tenencia cuyo nombre se asocia, a menudo, al de Pedro González de Lara, el caballero que compartió desde un discreto segundo plano los avatares vitales de doña Urraca. Enterrada en San Isidoro de León, al día siguiente de su muerte, Alfonso Raimúndez, ahora Alfonso VII, asume las funciones reales aunque sus primeros años, al igual que los de Urraca, aparezcan ensombrecidos por diversas complicaciones internas, no pocas de ellas protagonizadas por la levantisca nobleza.

Años duros, difíciles los del gobierno de Urraca una de las figuras más controvertidas de nuestra historia medieval, etapa que, haciendo nuestras las palabras de los Dres. César Alvarez y Gregoria Cavero (1996), podemos caracterizar así:

La cambiante y permanente perturbación nobiliaria bien castellana, leonesa o gallega; la intriga soterrada o manifiesta de los principales elementos del clero del Reino en pos de lograr un mejor posicionamiento personal y de sus abadías, diócesis o archidiócesis; y la anarquía a la que los burgueses y campesinos de varias villas y ciudades someten a la sociedad feudal, son elementos identificadores de los diecisiete años en que doña Urraca rige los destinos del Reino de León y Castilla".

Es cierto, no obstante, que el panorama resumidamente descrito, tiene entre sus elementos positivos el que viene marcado por la fuerte influencia ultrapirenáica, consolidado con Alfonso VI, y que se manifiesta a un ritmo creciente durante el reinado de Urraca: la casa ducal de Borgoña, la poderosa Cluny y la propia Roma son sus tres ejes. Los personajes protagonistas están unidos por lazos de parentesco: Raimundo de Borgoña, Urraca, Alfonso Raimúndez y Calixto II. De ellos destaca el futuro Emperador, intérprete y actor principal de los años centrales de la duodécima centuria”.

Alfonso VII: el Imperium leonés

La fortuna nos permite reconstruir el reinado de este nuevo soberano contando para elllo con una fuente singular coetánea, redactada por un testigo ocular de muchos de los acontecimientos que narra: la Chronica Adefonsi Imperatoris, la crónica del emperador Alfonso, traducida al castellano por Maurilio Pérez (1997). En ella se recoge la ceremonia con la que, muerta Urraca, los leoneses acogen a su sucesor:

“vino por inspiración divina a la ciudad de León, desde donde se gobierna el reino...el obispo Diego con todo el clero y el pueblo salió con gran gozo a su encuentro como al de un rey lo proclamaron rey en la iglesia de Santa María el día acordado y sacaron el estandarte de su rey con el protocolo reglamentario”.

Si durante el periodo anterior asistimos a un desafío casi constante de la autoridad regia por parte de algunos miembros del alto clero, la nobleza y los burgueses, sin olvidar la guerra abierta con el Batallador, los primeros momentos del nuevo monarca, aunque nadie discuta sus derechos sucesorios, aparecen marcados por la oposición real o latentes de ciertas estirpes cuyas bases de poder realmente se gestan en el reinado anterior. Entre ellos, sin duda, destacan los Lara y Traba, especialmente dos de sus miembros: los condes Pedro González de Lara, antiguo amante real, y Fernando Pérez, hijo de Pedro Froilaz de Traba, que, a la muerte de Enrique de Borgoña, se unió sentimentalmente a la infanta Teresa con la que gobernará el territorio portucalense. Junto a estos personajes las crónicas y los diplomas coetáneos rememoran ciertos episodios turbulentos en los que parte de la nobleza de origen asturiano y leonés se levanta en rebeldía contra el nuevo soberano. Pedro Díaz desafía al monarca desde la fortaleza de Valle de Mansilla (1130) y el conde Gonzalo Peláez mantendrá en jaque a Alfonso VII, entre 1132 –1134, desde sus tenencias asturianas de Tudela, Proaza, Buanga y Alba de Quirós, como recoge Elida García (1975) y

“mientras sucedía esto, el rey tomó una concubina por nombre Gontroda, hija de Pedro Díaz y de María Ordóñez, muy hermosa y del muy noble linaje de los asturianos y tinianos; tuvo de ella una hija llamada Urraca”

según la crónica del emperador Alfonso (1997), circunstancia que, unida a otras, llevó a su padre Pedro Díaz de Valle, el antiguo rebelde, y a su esposo Gutierre Sebastiániz a seguir, camino del destierro, a su pariente Gonzalo Peláez cuando éste se extrañe a Portugal donde se encuentra su antiguo yerno Fernando de Traba, según estudiamos recientemente (1998) .

Estos episodios precedidos por el desplante de los hermanos Lara, Pedro y Rodrigo, entre 1129-1130, que termina con la muerte del primero en combate singular a manos del conde de Tolosa Alfonso Jordán en el cerco de Bayona (1130) y la peregrinación a Tierra Santa, de donde retorna para luego volver definitivamente, de Rodrigo González, tras caer en desgracia ante Alfonso VII, se cierran en 1134.

Si los asuntos internos ocuparon los primeros años del monarca, tampoco se desentendió el joven príncipe de los problemas políticos y territoriales en Castilla que le enfrentaban con su padrastro el rey de Aragón.

En 1127 el leonés recupera Burgos, Carrión y garantiza su soberanía en Tierra de Campos. Ese mismo año la firma de las Paces de Támara le permite recobra el uso del título imperial arrebatado por el aragonés y cuya utilización, enraizada en la estirpe real leonesa, le confería cierta superioridad sobre los demás príncipes cristianos peninsulares en palabras de Manuel Recuero (1996).

La muerte del Batallador en 1134, dejando un reino sin otro heredero que las órdenes militares, causa un gran desasosiego entre sus vasallos que llevarán al trono de Aragón a su hermano Ramiro y al de Navarra a García Ramírez.

Los deseos imperiales del rey de León, que busca conseguir un reconocimiento a su autoridad superior por parte de los demás príncipes cristianos y musulmanes de la Península, permite la creación de un engranaje, al que se suman algunos señores del Midi, entre cuyas piezas se cuenta su cuñado Ramón Berenguer IV de Barcelona, señor consorte de Aragón, García Ramírez de Navarra, sus primos Alfonso Henriques de Portugal y Alfonso Jordán de Tolosa, Armengol de Urgel y otros grandes de Gascuña sin olvidarnos del rey ismaelita Zafadola. Consecuencia directa de este modelo político potenciado por el leonés, deseoso de recuperar la hegemonía hispánica de su abuelo, será la coronación imperial del monarca el día de Pentecostés de 1135 cuando, en el segundo día del concilio convocado para tal fin en León, tal y como recoge, minuciosa, la crónica de Alfonso VII (1997):

“los arzobispos, los obispos, los abades, todos los nobles y plebeyos y todo el pueblo se reunieron de nuevo en la iglesia de Santa María junto con el rey García y la hermana del rey, tras recibir el consejo divino, para proclamar emperador al rey, puesto que el rey García, el rey de los musulmanes Zafadola, el conde Raimundo de Barcelona, el conde Alfonso de Tolosa y muchos condes y duques de Gascuña y Francia le obedecían en todo. Vestido el rey con una excelente capa tejida con admirable artesanía, pusieron sobre su cabeza una corona de oro puro y piedras preciosas y, tras poner el cetro en sus manos, sujetándole el rey García por el brazo derecho y el obispo de León Arriano por el izquierdo, junto con los obispos y abades le condujeron ante el altar de Santa María cantando el “Te Deum laudamus” hasta el final y diciendo: “¡Viva el emperador Alfonso!”. Y tras darle la bendición, celebraron la misa siguiendo la liturgia de los días festivos. Después cada uno regresó a su tienda. Por otra parte, mandó celebrar un gran convite en los palacios reales, y los condes, nobles y duques servían las mesas reales. Y el emperador mandó también dar cuantiosos donativos a los obispos y abades y a todos y distribuir entre los pobres numerosas limosnas de vestidos y alimentos”.

Esta solemnidad imperial, pese a reunir a los principales señores hispanos y del Midi y celebrarse en el seno de un concilio en cuyas disposiciones queda perfilado el programa de actuación y gobierno del monarca ahora emperador, no siempre alcanzó los resultados apetecidos y esperados desde el punto de vista político. A este respecto resulta claramente significativa la actitud de Alfonso Henriques, hijo de la infanta Teresa, cuyo vasallaje siempre más teórico que práctivo le llevará a negociar con Alfonso VII, en Zamora (1143), el reconocimiento de su título real sobre las tierras portuguesas. Poco después los lazos jurídicos que unían a estos dos príncipes se rompen al ofrecer el lusitano al Papa el juramento y la ligazón vasallática que antes le vincularon con León.

Como en el caso de Castilla un territorio vinculado a la corona de León termina con el tiempo por asentar su independencia y adquirir carácter propio.

Por lo que se refiere a la política seguida respecto a los musulmanes hispanos, la crónica del emperador nos ofrece jugosas noticias de algunas de las principales campañas del monarca a quien la decadencia del otrora poderoso imperio almorávide le permite reempreder el esfuerzo militar de sus ancestros. En 1133 saquea los territorios de Córdoba, Carmona y Jerez en una serie de rápidas campañas, en 1136 cae Ciudad Rodrigo, dos años después, durante el asedio de Coria fallece su favorito, el conde Rodrigo Martínez, en 1139 ataca Oreja que conquista antes de volver a asaltar Coria, finalmente tomada en 1143. Será en esta década cuando asistamos, como respuesta a la entrada de los almohades, la tercera invasión norteafricana de la Península, a las más sonoras empresas bélicas del soberana: Almería (1147) de la que conservamos un espléndido Poema que describe, generoso en detalles, los distintos contingentes militares, los caudillos del ejército leones, antes de narrar las conquistas de Andújar, Baños, Bayona y Baeza, cuyo gobierno delegado encomienda a Manrique Pérez de Lara –hijo de Pedro González de Lara-, además de informarnos de la participación foránea –francos, catalanes, pisanos y genoveses- en esta singular empresa que concluye con la toma de la ciudad mediterránea. Veamos la estampa que, a los ojos del poeta, ofrecía hueste leonesa y su comandante, según la crónica del emperador (1997):

“la florida caballería de la ciudad de León, / portando los estandartes irrumpe...Esta ocupa la cima de todo el reino hispano...las leyes de la patria se regulan según su parecer; con su ayuda se preparan guerras sumamente crueles. / Como el león supera a los demás animales en reputación, así ésta supera ampliamente a todas las ciudades en honor. Desde antiguo existió esta ley: suyos son los primeros combates. Sus distintivos, que protegen contra todos los males, están en los estandarte y en las armas del emperador; / se cubren de oro cuantas veces se llevan al combate. El contingente de los moros se postra a la vista de estos y, aterrorizado, no es capaz de hacerles frente en un terreno reducido. Como el lobo persigue a las ovejas, como la ola del mar contiene a los leones, así esta luz aniquila a los ribeteados ismaelitas. / Tras ser consultada de palabra en primer lugar la corte de Santa María, una vez concedido el perdón de los pecados según la costumbre de los antepasados, (aquella) flamígera espada avanza con los estandartes desplegados y su intrépida combatividad ocupa la tierra entera...A éstos les sigue el conde Ramiro, admirable entre los de su clase, prudente y afable, con inquietud por la salvación de León. Notable por su belleza, descendiente de estirpe real, es amado por Cristo al observa el gobierno de las leyes. En todo momento cumple las órdenes del emperador / con vigilante cuidado, a quien sirve esmeradamente...protegido también con la fortaleza de los buenos, diestro en las armas, todo lleno de amabilidad, influyente en el consejo, ilustre por su justo gobierno; precede a todos los obispos en el séquito de los reyes, / y sobrepasa a sus iguales, juzgando los aspectos extremos de las leyes. ¿Qué más decir? Sus derechos son superiores a todos. Nadie siente pereza en servir a semejante conde”.

Si bien Almería es un hito en la política expansionista de Alfonso VII, los avances almohades en la Península, especialmente por las tierras del Algarve y Badajoz, llevan al monarca a buscar la alianza del rey Aben Mardanix, señor de Murcia, conocido como “el rey Lobo”, y marcar con Aragón las zonas de la futura expansión de León y Castilla (Tratado de Tudején, 1151). Finalmente, y pese a los esfuerzos realizados para defender Almería, la plaza terminará cayendo, poco antes de la muerte de Alfonso, en manos almohades.

Tal vez para evitar querellas dinásticas entre los hijos varones del primer matrimonio del monarca, con Berenguela de Barcelona –vid esquema genealógico de la Casa de Borgoña-, Sancho y Fernando, o, quizás, para asegurar la estabilidad interior de dos grandes núcleos territoriales de intereses comunes pero no idénticos, Castilla y León, el rey Alfonso decidió dividir sus estados, partición ratificada en el concilio de Valladolid de 1155, con el apoyo de la nobleza de uno y otro estado. Según este pacto sucesorio para Sancho, el primogénito, quedaba reservada Castilla cuya frontera con León, que corresponderá a su segundogénito Fernando, atraviesa Tierra de Campos pues Sahagún pasa a engrosar las tierras castellanas mientras Toro y Zamora permanecen en poder leonés según Manuel Recuero (1993).

Sentenciada la división de los dos reinos, el primer monarca de la llamada Casa de Borgoña, padre de dos soberanas de Navarra, Urraca y Sancha, de la de Francia, Constanza, emperador hispano, señor del más poderoso estado de la cristiandad peninsular, fallece Alfonso VII en Fresneda el 21 de agosto de 1157.

Culmina con su muerte la etapa de gloria y esplendor iniciada en tiempos de su abuelo Alfonso VI. Ambos comparten una misma dignidad y acariciaron un sueño hermoso y fugaz: ser, verdaderamente el Imperator totius Hispaniae.