Historia de León

28.8.05

4.1.- Fernando I y la unión del Reino de León y el Condado de Castilla


La desafortunada muerte de Vermudo III en la batalla de Tamarón (1037) a manos del ejército de su propio cuñado, Fernando, abre la puerta del trono leonés a un infante navarro, hijo de Sancho III Garcés y de Muniadomna Sánchez de Castilla. Conde de Castilla tras la muerte de su tío García Sánchez, en él recaen los derechos al solio en virtud de su matrimonio con la infanta Doña Sancha. Como en otras ocasiones el destino se congracia con algunos personajes.

Iniciamos con Fernando I (1037-1065) un nuevo periodo histórico en León que alcanza hasta la muerte de su nieta Doña Urraca (1126) y que, tradicionalmente, se ha denominado Dinastía Navarra por cuanto esta comarca pirenáica es la patria del primer monarca de esta nueva línea real, heredera directa de la dinastía astur pero cuyos lazos de sangre con Pamplona abrirán a Europa el reino cristiano del noroeste.

Recuperación lenta de la potestas regia, nuevas ideas políticas, aires centroeuropeos, prodigioso avance de la Reconquista, prácticas hereditarias diferentes cuya culminación será el nacimiento de un nuevo reino, Portugal, marcan estos casi noventa años de la historia de León.

La victoria de Tamarón, de donde los caballeros leoneses retiraron el cadáver de su soberano, dejaba un reino sin otro sucesor que la infanta Sancha pues la joven princesa viuda, Jimena de Navarra, no tuvo descendencia superviviente de su matrimonio con Vermudo III.

La documentación de la capital confirma una noticia aportada por las crónicas que asegura que los leoneses tardaron algún tiempo en aceptar al nuevo monarca. Durante meses el conde al frente de León, Fernando Flaínez, se niega a entregar la ciudad a quien considera un usurpador si no algo peor. Por fin, en 1038, no sin antes asegurarse una sólida posición en la nueva curia regia, el magnate permite la entrada de Fernando que es coronado como el sucesor legítimo de su cuñado asistiendo a tal evento nobles llegados de Castilla y caballeros leoneses. Así lo recuerda un diploma redactado por aquellas fechas:

“Yo, el rey Fernando, entré en León y recibí la consagración al tiempo que todos los varones castellanos y leoneses reunidos aquí, como si fueran uno sólo, lo suscribieron y confirmaron”.

Durante algunos años, hasta su definitiva aceptación real por parte de la aristocracia leonesa y del área galaico-portuguesa, las actividades del nuevo monarca tuvieron que centrarse, forzosamente, en los asuntos internos y en resolver ciertos problemas planteados por la herencia de su padre Sancho III Garcés. Dado que ambos aspectos marcaron gran parte de este reinado es preciso que nos ocupemos de ellos.

No todos los hijos de Sancho III vieron con buenos ojos el reparto del territorio fruto de la voluntad de este soberano, especialmente su primogénito García, ahora rey de Navarra, quien consideraba que sus hermanos le habían arrebatado parte de su legítima herencia pues Gonzalo disfrutaba de Ribagorza, Ramiro, pese a su origen ilegítimo gobernaba en Aragón y Fernando, además de regir los destinos del condado de Castilla, acababa de extender su influencia al prestigioso reino de León, el más poderoso estado de la cristiandad hispana, de tal manera que, al hijo mayor del gran monarca pamplonés, a García de Navarra, los avatares de la fortuna relegaron a un papel secundario en la política peninsular respecto a este último hermano, Fernando.

Resulta evidente, tras una lectura detenida de las fuentes del momento, que el amor fraternal nunca fue una virtud que señalara a los hijos de Sancho III y Muniadomna de Castilla. A partir de la muerte de este soberano y, sobre todo, de la entronización de Fernando I y Sancha, las tensiones entre ambos monarcas, los de León y Navarra, alcanzan a sus otros hermanos pues, en 1045, Gonzalo de Ribagorza es asesinado y Ramiro, el hijo bastardo de Sancho III, une este territorio al suyo de Aragón. Disensiones internas en el seno de una familia rota, problemas que provocan singulares recelos, envidias que conducen a la guerra a los dos hijos mayores de Sancho Garcés en 1054, ejércitos, los de ambos, que se encuentran en Atapuerca (Burgos) donde los caballeros leoneses buscan vengar la muerte de su antiguo señor, Vermudo III. Del campo de batalla se retiroó el cadáver del monarca navarro, antiguo aliado de Fernando I en Tamarón. De esta forma nos narra este combate la crónica silense:

el rey Fernando reúne un gran ejército desde los extremos de Galicia y se dirige a vengar la afrenta. Mas antes envía embajadores a García proponiéndole que cada uno viva en paz dentro de su reino y desistiese de decidir la cuestión por las armas pues ambos eran hermanos y cada uno debía morar pacíficamente en su casa. Pero además le advierte que no podrá hacer frente a los muchísimos guerreros de que dispone".

El rey García de Navarra rechaza resolver de forma pacífica el conflicto que le alejaba de su hermano por lo que ambos monarcas determinan encontrarse en el campo de batalla.

Anteriormente, García había establecido su real a mitad del valle de Atapuerca, pero los soldados de Fernando ocupan por la noche una colina inmediata. Estos guerreros eran cognados del rey Bermudo y están enterados de que, por deseo de la reina Sancha, Fernando quiere capturar vivo a su hermano [García]. Pero [tales caballeros] deseaban vengar la sangre de los suyos.

Es decir, en último extremo, la muerte de su antiguo señor, Vermudo III, y la de aquellos que perdieron la vida en la rota de Tamarón.

Tan pronto como emerge Titán [el sol] al siguiente día, entre las ondas celestes avanzan las formaciones ordenadas [de soldados] de ambos beligerantes, acompañados de fuertes clamores. Se disparan a distancia las flechas, y en el choque se esgrimen los mortíferos aceros, y el conjunto de fuertes guerreros que he citado carga desde los altos desenfrenado y, abriéndose paso con todo ímpetu a través del enemigo, van a converger todos ellos sobre el rey García, que cae inerte al suelo desde su caballo atravesado por las crispadas lanzas. A su lado también dos de sus mejores caballeros. Los moros que habían sido llevados al combate tratan de huir, pero en su mayor parte son cautivados.

A los restos mortales del rey García se les da sepultura en la iglesia de Santa María de Nájera que él devotamente había construido”.

De este encuentro, que deja el reino de Navarra en manos de un niño, Sancho IV Garcés el de Peñalén, Fernando I debió extraer una estremecedora lección: si sus propios hombres buscaron la muerte de su hermano García, a riesgo a un tiempo de contravenir sus ordenes de capturarle salvo y de arriesgar sus vidas, tal vez uno de los pilares de su trono no fuera tan firme como suponía tras 16 años de gobierno.

Los problemas familiares enturbiaron también los años finales de nuestro soberano pues, en 1063, se enfrenta a Ramiro de Aragón, su hermano bastardo, defendiendo los derechos del rey taifa de Zaragoza, su vasallo. Como respuesta al ataque de Ramiro a la fortaleza de Graus, Fernando I envía tropas a su tributario al-Muqtadir, fatídico encuentro para el aragonés a quien la muerte se lleva recayendo la sucesión en su hijo Sancho Ramírez.

Tan sólo la desaparición del panorama político peninsular de sus hermanos permitió apenas si un breve periodo de paz familiar en la casa del monarca leonés.

Si entre sus parientes los conflictos se sucedieron, tampoco consiguió Fernando I acallar por completo el odio de algunos magnates leoneses a su persona y, así, mientras en las tierras Cea-Pisuerga los poderosos condados Banu Gómez recaían de nuevo en miembros de esta estirpe partidarios del soberano, la política de desvinculación territorial seguida en el resto del espacio leonés por el príncipe contribuyó a aumentar el número de los descontentos entre las filas de los magnates cuya respuesta, como en tantas otras ocasiones anteriores, es la rebelión. Revuelta que estalla en Galicia encabezada por el tenente de la mandación de Monterroso, el conde Munio Rodríguez, apoyado por el linaje materno, y que es sofocada con prontitud pero que comparte marco cronológico con otro alzamiento nobiliario en esta oportunidad protagonizado por una estirpe leonesa: los Flaínez. En ambos casos Fernando I, apagada la llama de las rebeliones, confisca buena parte de los bienes de quienes se atreven a desafiarle, repartiendo cierta cuantía de ellos, en el caso del patrimonio monástico de los Flaínez, entre sus hijas Elvira y Urraca. Sin duda el nuevo rey ya no era el débil representante de una más que discutible autoridad sino el firme garante de la estabilidad de su estado.

Por lo que atañe a su línea de actuación respecto a los musulmanes, el desmembramiento definitivo del otrora poderoso califato de Córdoba en reinos taifas (1035) alteró la geopolítica de los andalusíes y sus relaciones con los vecinos cristianos, especialmente con León, cuya primera directriz intervencionista se plasma en 1043 cuando Yahya b. Di-n-Nun al-Mamun de Toledo solicita el auxilio del príncipe cristiano del noroeste frente al emir de Zaragoza. Esta ayuda proporciona a Fernando I una fuente extra de ingresos para la hacienda real: el pago de las parias –tributos anuales- por parte de su aliado ismaelita. A partir de estos años, el arbitrio en los asuntos internos de los musulmanes se convierte en la tónica habitual de los estados cristianos.

En 1055, con la aprobación de los miembros de su palatium, Fernando I cruza la frontera con la taifa de Badajoz y asedia la ciudad de Seia emprendiendo una serie de campañas en territorio portugués que culminan con la toma de Lamego (1057) y Viseo (1058) donde treinta años antes encontrara la muerte su suegro Alfonso V (999-1028).

En 1060 le toca el turno a la taifa de Zaragoza, conquistando los lugares y fortalezas de Gormaz, Berlanga y Aguilera, sometiendo a vasallaje al emir al-Muqtadir, y en 1062 a Toledo cuando su monarca, al-Mamún, se negó a pagarle el tributo prometido. En 1063, apenas si un año después, sus campañas intimidatorias le aseguran las parias de Sevilla, Badajoz, Toledo y Zaragoza, los cuatro reinos más importantes de Hispania, que para evitar los ataques cristianos buscan la protección de Fernando I, su mayor enemigo, de quien se reconocerán vasallos y al que se comprometen a enviar unas cantidades pactadas que garantizaban su inmunidad: las parias, como recoge Antonio Viñayo (1996).

Estas excepcionales relaciones con el Islam español permiten al monarca leonés reclamar el cuerpo de Santa Justa al soberano de Sevilla al-Mutadid. Los embajadores de Fernando I los obispos Alvito de León, que encuentra la muerte en esta empresa, y Ordoño de Astorga junto con el conde Munio Muñoz y un nutrido grupo de caballeros que regresaron con los restos de San Isidoro pues, en una visión que tuvo el prelado de León, el propio santo se le apareció para informarle que la voluntad divina no era otra sino que su cuerpo fuera venerado en nuestras tierras y no el de Santa Justa. Siete días después, confirmando la verdad de su visión, el obispo fallecía tal y como le predijera el santo hispalense.

León recibe los restos con gran pompa y boato y la iglesia de San Juan Bautista, donde los reyes habían decidido reposar a su muerte, acoge las reliquias y cambia, en honor del sabio prelado, su advocación por la de San Isidoro a finales de diciembre de 1063. Por las mismas fechas, en una reunión del concilium palatino, Fernando I comunica a los magnates y hombres de Iglesia su voluntad de repartir sus estados siguiendo la costumbre de la monarquía navarra. Así, Sancho, el primogénito, recibirá a Castilla y las parias de Zaragoza, Alfonso León y los tributos de la taifa toledana mientras que para el menor de los varones, García, quedaba reservada Galicia y las parias de Badajoz y Sevilla. Por su parte ambas hijas, Urraca y Elvira, heredarían el infantado.
Oficializada la división, Fernando emprendió sus últimas campañas contra la ciudad de Coimbra en Portugal (1064), tomada tras un largo asedio y cuya conquista permite avanzar las fronteras leonesas hasta el río Mondego, y, en 1065, contra la taifa de Zaragoza que, de nuevo, se negaba a pagar la cantidad establecida en concepto de paria. En esta ocasión sus empresas bélicas, de castigo, le llevan hasta los muros de Valencia (1065) que alcanzó a sitiar pero cuyo real tuvo que abandonar atenazado por la grave enfermedad que le llevará a la muerte el 27 de diciembre de 1065.